En nuestra cultura, la Navidad se vive de maneras muy distintas. Se celebra de un modo tan variado como variado es el tipo de familias existentes. Las hay que cultivan el conocido “espíritu navideño”, las que festejan sin más, las que no celebran nada y, por supuesto, las que huyen de su onda expansiva. En cualquier caso, sea de un modo u otro, es cierto que es imposible substraerse al ambiente que, a todos los niveles, genera esta fecha. Especialmente para las niñas y niños que, en general, perciben un cambio abrupto de agenda y una fuerte alteración en su rutina. En estos días, la atmósfera es una mezcla de ilusión desaforada, la sospecha de una sorpresa tras cada esquina, fiestas y pequeñas funciones en los colegios, luces en las calles, gente por todas partes, viajes, encuentros familiares, las 12 uvas, comida y bebida sin medida, Papa Noel y los Reyes Magos, regalos y, en general, un consumo desproporcionado de la vida. En conclusión, una carga de emociones tan dispares e intensas que se antoja casi imposible una gestión equilibrada de las mismas. Demasiada intriga, demasiados nervios, demasiados deseos e ilusiones contenidas. Por todo ello, no nos debe extrañar que muchas niñas y niños se desborden en estas fechas o pasados unos días, tras la resaca navideña. No debe extrañarnos que cojan pataletas, que pasen de la risa al llanto, que no duerman o coman bien. El Coktail navideño es tan fuerte y lo ingerimos en un espacio de tiempo tan reducido que todo este tipo de reacciones entran dentro de la normalidad. Si ya es complicada la digestión navideña para la mayoría de los adultos, imagínense lo que ocurre en la cabeza de nuestros pequeños. Así, si surgen conductas fuera de tono, desequilibrios o alteraciones del sueño, conductas anómalas en la comida, etc. , sería conveniente poner en práctica una mayor dosis de paciencia y entender que una mala digestión emocional puede expresarse de múltiples formas.

– Por Isora Cabrera Ayuso

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